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CIVILIZADOR ANDANTE

por Rafael Heliodoro Valle

Pero entre los que han viajado más y conocen, mejor a Honduras, hay  uno que ama a su pueblo, como pocos lo han amado, y esta bien correspondido, porque por donde va pasando siembra una buena acción —como un canto—, y da su mano humana y su sonrisa limpia en el aire que discurre en las pinares. Viaja como los primeros hondureños, los Mayas de Copán, que a medida que caminaban, iban haciendo amigos, sin más armas que su afán de pulir el diamante de la vida en el taller del sueño. Viajaban hacia el Norte por las rutas que tienen pirámides y ríos que aun esperan la colaboración del hombre para levantar emporios, y por ello son descendientes legítimos de los Mayas. No son los que más viajan en América, pero su antepasado fue el marino sin nombre que Colón encontró el día venturoso en que su navío quedó surto frente a las  costas hondureñas cuando con su presencia las bendijo. 

 

Este viajero silencioso, que tiene el deporte de viajar a pie, sin cansarse, ha recorrido como nadie la tierra y el aire de Honduras. Se aparece de súbito en las aldeas miserables; entra en las ciudades, para cumplirles promesas; las gentes salen a su encuentro, sorprendidas por su visita inesperada; y se han podido conveneer de que un Presidente de la República pueda sentarse a la mesa del último de sus conciudadanos, y preguntarle, y escucharlo. Aquí un nuevo camino, allá un acueducto, mas allá una casa de escuela en donde los niños ya no se sientan en el suelo. Y así van fijándose en las huellas de este civilizador que ha ido por los cuatro rumbos cardinales de Honduras, tomando posesión de ella en el pan y en la flor, en la bondad que hace amigos y en el futuro de claridad risueña. 

 

Una carretera es como un río: por ella se precipitan frutos y noticias, manufacturas e ideas. No hay mejor inversion para un país que el camino asfaltado, porque desamortiza la riqueza virgen, estimula el corazón del agua e infunde ímpetu diferente del que tiene la sangre derramada en las fiestas de los antropófagos. Los verdaderos civilizadores son los que han unido a los hombres con los vínculos del agua motriz y de la tierra de pan-llevar. 

 

Y Gálvez ha podido comprobarlo así. Alguna vez me dijo: "Este río es tan ocioso como las gentes de esta aldea, que ni siquiera se bañan en él.... Estos bosques con maderas preciosas podrían servirles para construirse, en vez de chozas, palacios de caoba y de cedro". 

 

Aquellas palabras me dieron la medida de su emoción de patriota, que deseaba servir a su pueblo y trabajar por su pueblo, mientras los ociosos de las ciudades no creían que era capaz de hacer cosas nuevas y de edificar con realidad e ilusión. Antes de él, muchos presidentes prometieron maravillas y enterraron numerosas primeras piedras, que algún día los arqueólogos llevaran en triunfo a los museos…. Hubo un señorón que durante medio siglo recorrió todo el itinerario musical de la burocracia, desde Alcalde hasta Vicepresidente, y no fue capaz de modernizar las callees de su ciudad nativa, dejándola tal como la conoció don Juan Lindo; y sin embargo, aun hay devotos suyos que encienden las velas ante su imagen taumaturga. 

 

Los viajes de este Presidente no han sido para que lo reciban con arcos triunfales ni con digiramos efímeros. Ha viajado con el ávido anhelo de conocer y de servir, porque ante todo se ha sentido un humilde servidor de su pueblo, y eso le basta. Antes, los obispos hacían visitas pastorales, en cómodas literas y entraban en los pueblecitos melancólicos, entre bullicio de campanas y escándalo de cohetes. Querían darse cuenta de cómo era el territorio que gobernaban, estremecerse ante el dolor de los humildes, oír sus confidencias, y darles en el pan del cielo algo que no podían brindarles en la tierra. Este Presidente de la República ha entrado, por primera vez, en valles y montañas donde la carretera sólo era conocida en los relatos de los arrieros y en los libros con estampas. Y les ha hecho sentirse hondureños, tener la doble alegría de no estar solos y de acercarse a la familia nacional, a la que sólo saludaban desde lejos. He aquí la importancia de este caminante del aire, que pisa en firme el suelo por donde va con su emoción orgullosa y su deber cumplido.  

 

En las páginas de este libro se ha volcado el buen gusto de proclamar a Norte y Sur el dinamismo de Juan Manuel Gálvez, quien no ha querido que mañana lo comparen con los gerentes de minas que reciben dividendos puntuales pero no las conocen. Lo mismo sucedió con los Reyes de España quienes en tres siglos de dominar América fueron incapaces de visitar alguno de sus ángulos y si lo hubieran hecho, habrían trasladado su turno a las que el cronista ponderó con el epíteto de «tierras feraces en oro y aroma». 

 

Por haber desafiado la mosquito y a la serpiente, el Doctor Gálvez no le arrendran ya las necedades de los mosquitos que se nutren de tinta y las amenazas de los ofidios que babean discursos invitando al somatén. Sigue viajando y aprendiendo, y así viajará por el recuerdo de sus conciudadanos, en la posteridad, cuando al hacer el recuento de sus obras —la agrícola y la bancaria, la vial y la cultural—, se compruebe que ha sido uno de los hondureños constructivos, por enamorado del trabajo, insatisfecho siempre, humilde siempre. 

 

Ante el sereno horizonte de su vida, volverá a contemplar ese paisaje que, en el ámbito de una noche estrellada y a la mitad de la excursión a pie, nos enseño a lo lejos: las luces cintilantes de Tegucigalpa en la neblina. 

 

Washington, D.C., Abril 1952 

Pero entre los que han viajado más y conocen, mejor a Honduras, hay  uno que ama a su pueblo, como pocos lo han amado, y esta bien correspondido, porque por donde va pasando siembra una buena acción —como un canto—, y da su mano humana y su sonrisa limpia en el aire que discurre en las pinares.

Los viajes de este Presidente no han sido para que lo reciban con arcos triunfales ni con digiramos efímeros. Ha viajado con el ávido anhelo de conocer y de servir, porque ante todo se ha sentido un humilde servidor de su pueblo, y eso le basta.

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